“Éste es
el momento de demostrar que os anima el verdadero valor, el momento de expiar
la violencia cometida en plena paz; las muchas victorias obtenidas a expensas
de la justicia y de la humanidad. Si es que necesitáis sangre, mojad vuestras
espadas en la sangre de los infieles. Os hablo con severidad porque así me
obliga mi ministerio. ¡Soldados del infierno, sed los soldados del Dios
verdadero!"
El efecto de estas palabras -que hoy despiertan
en nosotros rechazo o incluso repulsa-, prendieron sobre las gentes de finales
del siglo XI con el poder de una deflagración que conmovió sus mentes, cambió
sus vidas y, empeñando estas en una magna empresa, alteró la Historia. Tales
palabras son solo un fragmento del ferviente discurso que pronunció el papa
Urbano II aquel 27 de noviembre de 1095
durante el Concilio de Clermont. No fueron hijas de una idea extraordinaria,
sino la expresión racionalizada de las inquietudes de la sociedad latina de
entonces, así como también una solución a las mismas. Fueron la arenga que
abría las puertas a las titánicas expediciones que conocemos como “cruzadas”. Y aunque Urbano no llegó a tener noticia de ello,
cuatro años después los francos
conquistaban Jerusalén, “la ciudad santa”.
Este viernes hablaremos de “El Reino de los
Cielos”, que nos ofrece una imagen de los últimos días de esa Jerusalén
cristiana. De la Jerusalén de finales del siglo XII, de esa fascinante etapa
protagonizada por trascendentales batallas y líderes carismáticos, por luchas
intestinas e ideales puros, por ambiciones y anhelos, por traiciones y pactos,
por ilusiones y tragedias… esa Jerusalén casi mítica en la que coincidieron
personajes capaces de movilizar naciones y también de condenarlas: el “rey
leproso” Balduino IV, Reinaldo de Chatillón, Saladino y Ricardo Corazón de
León… y la reina Sibila de Jerusalén, su infame esposo Gui de Lusiñán, el iluso
Raimundo III de Trípoli, el patriarca Heraclio, el caballero Balián de Ibelín… ¡Cuántos
personajes históricos! ¡Cuántas vidas de sufrimiento, luchas, ilusiones…! Los
unos lucharon por la eternidad y los otros por la grandeza; unos aniquilaron colosales
ejércitos y otros conquistaron grandes ciudades…
Cuando menos, resulta curioso que, apenas diez
años más tarde de esos momentos, todas las circunstancias cambiasen tanto y que
todos sus protagonistas, con sus pugnas e ideas, hubiesen desaparecido. ¿Qué
fue de ellos y sus sueños? Murieron todos con aquel siglo XII, con la Jerusalén
de los cruzados y los miedos escatológicos.
También, en gran medida, murió con ellos el
espíritu de la cruzada. Hubo más, si, pero el fin espiritual de esas
expediciones ya no era siempre el de las originarias oleadas que marchaban a Tierra
Santa… y no es casualidad, por ello, que el destino físico de las mismas no
fuese ya siempre Jerusalén…
Escrito
por: Eloy Morera
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