En invierno, en esas largas noches en las que el sol
tiene pereza y hasta el mercurio se acurruca en su abismo para no enfriarse, el
río, que siempre es rápido, corriente e inquieto, se relantiza, se adormece, se
para, se hiela… sobre su lecho, como un cansado gigante que viene de su guerra
terminada…
Entonces y solo entonces, puedes ser más blando que
el agua, puedes ser más ligero que su corteza, más seco que sus gotas y más
rápido que sus cascadas…
Entonces puedes mirarlo como si fuera estático,
tocarlo como si fuera sólido, andar sobre él como si fuera camino y no
obstáculo en el tuyo…
Entonces y solo entonces puedes pisarlo dos veces
en el mismo sitio, desafiando a Heráclito y su fluir infinito…
Me recuerda esos momentos en que la vida parece
también pararse, detenerse en un mal momento que nos dura una eternidad
subjetiva… también fría, como el hielo, también dura, como el hielo, también
cortante y peligrosa… como el hielo de un río engañoso que oculta mil fondos de
azul blanco…
Pero pronto, con un rayo de sol y otro de vida, el
calor de una sonrisa, de una mirada, de una mano amiga… devuelve el devenir a
su sino, a su fluir, a su destino… el tiempo corre como el río, mas que
queremos, menos que debiera… y ya se alcanza la infinidad eterna del océano…
La primavera nos devuelve el río… y Heráclito sigue
recordándonos su consigna… de caducidad
e irrelevancia…
Escrito
por: Javier Morera Betés