martes, 6 de octubre de 2015

“Prefiero estar en contradicción con la Historia antes que con mi conciencia”

La guerra del general Escobar


Dijo Albert Camus: “Fue en España donde los hombres aprendieron que es posible tener razón y, aún así, sufrir la derrota; que la fuerza puede vencer al espíritu, y que hay momentos en que el coraje no tiene recompensa”.
Es difícil expresar mejor el drama de la Guerra de España. Donde tantas personas lo arriesgaron todo por la democracia o la igualdad, se instauró un régimen autoritario y represivo de 40 años; donde tantos dieron tanto en defensa de la legalidad y en cumplimiento de su deber, luego se les juzgó por rebelión y fueron condenados; donde tantos clamaron y creyeron en la libertad, se instauró de nuevo la esclavitud; allí donde idealistas de todas las naciones lucharon por el socialismo, triunfó el fascismo; aquí, donde se planteó el gobierno del pueblo para el pueblo, se bombardeó y masacró al pueblo; donde las letras hicieron florecer una Edad de Plata de la literatura, venció el grito “¡muera la inteligencia!”; y aquí, donde tantos y tantos murieron, ¿Cuál fue la recompensa de los que salvaron la vida? Europa les agradeció su magna lucha lavándose las manos; el nuevo gobierno español, sentenciándolos, y la Historia, olvidándoles.
Este jueves hablaremos de Antonio Escobar, que por cumplir con su deber y juramento, fue ejecutado por rebelde. En el libro que nos ocupa, le advierte a Escobar Don Adrés, su abogado: “-Con arreglo a nuestra concepción jurídica usted no es un prisionero, sino un rebelde”. Escobar, entre irónico y perplejo, le ataja: “-¿Por qué? ¿Por luchar contra la rebeldía soy un rebelde? Eso es una contradicción absurda.” Le responde Don Andrés: “-Mi coronel, su teoría está en contradicción con la Historia. La rebeldía queda purificada por el triunfo”. Paradojas de la vida, que seguirán existiendo mientras haya quien siga pensando que la Historia siempre va hacia delante. No para Escobar.
Y sin embargo, no fue el único. ¿Quién conoce al general Rojo?
El 8 de octubre de 1894 nació Vicente Rojo Lluch, considerado por muchos historiadores el mejor estratega de la Guerra de España. Católico practicante, intelectual y de prestigiosa carrera militar, diseñó la mayor parte de los ataques republicanos de la guerra. La heroica resistencia de Madrid, la batalla de Brunete, la conquista de Teruel y, sobretodo, la ofensiva del Ebro de 1938, pusieron de manifiesto su capacidad para organizar a las heterogéneas fuerzas de la república, así como para proyectar y desarrollar ataques capaces de romper los fuertes y bien defendidos frentes enemigos.
Rojo era un profesional, y bueno. El 18 de julio de 1936, ajeno a fidelidades políticas propias o intereses egoístas, se mantuvo fiel al gobierno de la II República. Escribió años después:

¿Qué iba a suceder? ¿Quiénes eran los complicados? ¿Qué se proponían? De los innumerables chismes, noticias que se dejan caer, hipótesis, nombres, etcétera, recogidos casualmente, ¿cuáles podían ser ciertos y cuáles falsos? (…) las culpas de cuanto sucedía no estaban sólo en las conductas de los que perturbaban el orden, sino principalmente en los que provocaban el desorden, movidos por intereses o egoísmos más o menos inconfesables o inmorales fuera del campo castrense.
(…)
En tal ambiente militar había surgido uno de los fantasmas más demoledores de la unidad y la moral castrenses: la desconfianza. (…)La magnitud del problema, aun dentro de la confusión reinante, hacía evidente que el destino de España estaba en peligro. Pero el mejor destino de la patria, el más justo, el más noble, el más digno, ¿se lograría por el camino de la rebelión o por el de la defensa de la Ley? ¿Por el imperio de la fuerza o el de la razón? ¿Por el respeto de la voluntad nacional, aunque se manifestara alocadamente a través de la acción de un pueblo en armas, o por el acatamiento de mandatos que no eran compartidos por ninguno de los jefes naturales que legalmente ejercían sobre nosotros su autoridad?
(…). La duda, terrible duda, estaba planteada en toda su crudeza, como jamás se nos había planteado; y yo la resolví bien o mal, pero radicalmente, categóricamente y hasta con cierta repugnancia, porque no me agradaban muchas cosas que veía en torno mío (y lo grave aún no había comenzado); y la resolví manteniéndome fiel a lo único que en aquellos aciagos momentos me dictaba mi estrecho concepto del honor: el cumplimiento del juramento que había prestado de defender la patria, defendiendo la Ley y las autoridades legítimamente constituidas, con estricta obediencia a mis jefes naturales. Nada podía torcer esa resolución.

Y con este talante, el general Rojo encaró la guerra. Se destacó en ella desde el principio, organizando la defensa de Madrid a las órdenes del general Miaja. Dice J. Zugazagoitia de aquellos días: "Si el General Miaja era la voz de mando, Rojo era la cabeza pensante y la voluntad organizadora". Con milicianos voluntarios adscritos a distintos partidos u organizaciones obreras, recelosas las unas de las otras -y sin recibir el legítimo y necesario apoyo internacional-, Rojo se entregó a la tarea de defender Madrid, la capital de la República. Y la Madrid que todos dieron por perdida, aquella ciudad que hasta el Gobierno abandonó a la recién constituida Junta de Defensa, resistió los bombardeos aéreos, la incesante artillería rebelde, las cargas de los moros y los ataques de la Legión. Aquellos fueron los días heroicos del Madrid de Lister, Modesto, Durruti, la Pasionaria y los internacionales. El Madrid del “¡No Pasarán!”, el Madrid que iba a convertirse en “la tumba del fascismo”. Y en efecto, desde el 7 de noviembre hasta el agotamiento de las tropas rebeldes y la estabilización de los frentes, ni Franco, ni Yagüe ni nadie, logró pasar. Se resistió en el la Casa de Campo, en el puente de los Franceses, en la ciudad Universitaria y en el Hospital Clínico, y se salvó Madrid. Rojo fue ascendido.
Luego vendrían los combates de Guadalajara, de Brunete, de Aragón… y la gran Batalla del Ebro, que convirtió al célebre río español en el escenario más observado del mundo durante cerca de 100 días de durísimos combates. Y después, el exilio.
Creyó Rojo, tras veinte años en el extranjero y afectado por una grave enfermedad, que podría volver en paz a España para morir en su patria. ¡Qué iluso! A modo de bienvenida, se le condenó a cadena perpetua por traición. “Yo que nunca me he rebelado, acusado por quienes se rebelaron". Corrían los años sesenta y al régimen, alineado ahora con las potencias occidentales, no le favorecía condenar a un hombre de de la talla de Rojo –y además, enfermo-, por no haberse sumado hacía más de veinte años a un pronunciamiento militar. Sin embargo, Franco se encargó personalmente de que, a efectos prácticos sufriera la condena. El caudillo había dicho "Negadle el pan y la sal". Y así fue.
El antaño general en jefe de Estado Mayor del Ejército Popular de la República, y el hombre que tanto había trabajado por servir al gobierno legítimo de la II República de acuerdo a su profesión y juramento, vivió los últimos días de su vida excluido de toda función pública, abandonado por la sociedad e ignorado por sus amigos. Dijo en una ocasión, "Lo único que me queda es la alegría", y esa alegría fue la que alumbró los varios libros en cuya construcción y redacción ocupó sus muchas horas de soledad en aquellos días grises. Si salía a la calle, sentía que debía resignarse y mirar hacia otro lado cuando una intima amiga de años atrás, o un conocido de la guerra con el que riera y conversara, cruzaba apresuradamente la acera al verlo. No interesaba ser visto con Rojo, era alguien no deseado, como un parásito social… En teoría era libre, pero en la práctica, cumplía la condena que le Franco le guardaba. "Negadle el pan y la sal". Comentó en aquellos días "Se me ha reducido a la muerte civil".
Cuando el 15 de junio de 1966 a las siete de la madrugada, murió el que podría haber sido considerado como el Eisenhower español, el diario El Alcazar, de excombatientes, reconoció su capacidad profesional. El 10 de septiembre de 1994, el ayuntamiento de su pueblo natal, Fuente la Higuera, en Valencia, y con motivo del centenario de su nacimiento, le dedica un busto. En los manuales de primaria se estudia la figura de Aguirre; en el Paseo de la Independencia, el Heraldo de Aragón rememora las grandiosas hazañas estratégicas del Generalísimo Franco. Y el pueblo… a Interpeñas, que son las fiestas del Pilar.


El drama de España.


Escrito por: Eloy Morera

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