5 de noviembre de
1938. El Ebro discurre triste. Las bombas levantan sus aguas intermitentemente
y abren fugaces pozos en la corriente. Su cauce peina largas mechas de color
púrpura que son la sangre de tantos valientes. Los soldados cruzan de nuevo el
río.
Han aguantado
bien, “como valientes ¿acaso se podía hacer más? Su misión era cruzar el río, y
lo hicieron, ¡vaya si lo hicieron!, y bajo los aviones de esos mal nacidos
fascistas de medio mundo, que no tienen suficiente con matar en sus países.
Pero ellos cruzaron el río y resistieron en sus posiciones, “resistir es vencer”, como dice el
presidente… ¡qué lejana parece ya la victoria!”
Las fuerzas del
Ejército Popular de la República cruzan de nuevo el río; esta vez con el enemigo
en los talones. La Batalla del Ebro se ha perdido, pero para alguno, aún no ha
llegado el momento de retirarse ni se ha librado la última batalla: Hemingway
es uno de ellos… “el hombre puede ser
destruido, pero no derrotado” (El viejo y el mar).
Decían los versos
de una querida canción de los soldados del Ejército Popular que:
“aunque me tiren el puente, y también la
pasarela,
me verás cruzar el Ebro en un barquito de vela”
y aquella mañana
del 5 de noviembre del 38, con el puente destruido y la pasarela bombardeada,
el que luego escribiera “¿Por quien doblan las campanas?” lo cruzó en una
barquita y sin vela. Si, Ernest Hemingway en persona, con su americana, su
boina, y su bigote. ¿Que el qué hacía el famoso escritor americano y futuro
premio Nóbel en España y entre las bombas? una pregunta interesante… también
podríamos cuestionarnos la causa de su aparición en la batalla italiana de
Caporetto durante la I Guerra Mundial, en el Desembarco de Normandía de 1944, o
en la liberación de París en agosto de ese mismo año. Pero de eso ya hablaremos
el jueves; ahora, la cuestión es que Hemingway es reportero de guerra y, lejos
de dar media vuelta, va a cruzar el Ebro, pero a la margen derecha, donde está
el frente. Su objetivo es ver la línea de fuego y entrevistar al general Lister
–ni más ni menos-.
Un ejército
entero a punto de pasar al otro lado, y Hemingway lo cruza en sentido
contrario. Americano tenía que ser, y de nombre Hemingway, el mismo que, antes
de hacerse al bote, al contemplar junto a sus compañeros la imagen de una casa
literalmente partida por los bombardeos -en la que se apreciaba una mesa recién
dispuesta para el almuerzo en una de las estancias-, había legado otra de sus
características frases para la Historia: “Esto
demuestra qué hay que hacer cuando hay un bombardeo: quedarse sentados en la
mesa del comedor”. Ahí lo tienes, Ernest Hemingway, ¡olé!
Ahora bien, hay
que decir que para esta aventura va bien acompañado. Se hallan junto a él en el
bote algunos célebres reporteros extranjeros, entre ellos el húngaro Robert Capa
y el británico Buckley. Y juntos, comienzan a atravesar el Ebro.
El estruendo de
las bombas retumba en el interior de sus pechos, el repiqueteo de las
ametralladoras les hiela la sangre, y Rober Capa, en un gesto involuntario,
aferra su pequeña Leica contra el pecho –como si, de alguna manera, supiese que
antes de que termine el día, va a inmortalizar con ella alguna de sus
históricas instantáneas-. Nadie dice nada… la barca avanza lentamente… y
entonces comienza a arrastrarlos la corriente y la proa tuerce hacia los
hierros retorcidos que, a lo largo de todo el cauce, han dispuesto los
fascistas para obstaculizar el avance republicano a través del río. Enseguida,
el bote gana velocidad y se lanza directo hacia los espinos. En pocos momentos
arañarán la barca e irán todos al agua, quedando expuestos a los alambres y las
minas enemigas.
Uno se impacienta
y se le desfigura el rostro; otro parece dudar. Se miran entre sí. Hemingway
entrevé los puntiagudos pinchos que asoman a la superficie y, súbitamente,
apenas por un instante, se ve de nuevo corriendo las calles de Pamplona, y los afilados
cuernos de un novillo más próximos cada vez que vuelve el rostro. Su bigote
disimula una media sonrisa, y en brillo fugaz atraviesa sus pupilas. No es la
primera vez que se enfrenta a esas magníficas armas, y él no es de los que
huyen, él prefiere coger al toro por los cuernos. Sus cinco compañeros quedan
paralizados; él, lanzándose sobre los remos, los agarra con fuerza y los empuja
violentamente con un gruñido hasta sentir la madera del bote contra su espalda.
Y otra vez. Y otra más. Y otra. Sus gafas se empañan y el sudor comienza a
resbalarle por la frente. Siente como se le humedece la espalda y los latidos
de su corazón se sobreponen incluso al bramido de las bombas.
Al principio, su
esfuerzo parece vano contra la fuerza de la corriente y el bote se precipita
hacia su destino fatal, pero Hemingway, como el viejo pescador de su novela, no
se rinde y mantiene el pulso contra la portentosa fuerza del río, que es la
lucha contra su cansancio, contra su miedo, contra su voluntad. El río no va a
detenerse; sólo de él depende la victoria. Si empuja de nuevo los remos, quizá
logre salir de la corriente que los arrastra. “No podía ser el Manzanares, no;
tenía que ser el Ebro”. Pero mejor así, es la fuerza del adversario la que
dignifica el pulso. “Este río es poderoso, como un semental”
“Vamos Ebro,
empuja con fuerza, empuja. Voy a demostrarte que tipo de hombre soy. Qué
hermoso eres de pronto, Ebro”. La americana le hace sudar ya por todo el
cuerpo, pero no puede detenerse, ni mucho menos soltar los remos. Siente
estremecerse por el enorme esfuerzo y siente la boca seca, pero Hemingway
resopla y sus recios brazos empujan sin cesar los remos. Le duelen las manos y
los bíceps y hasta los riñones, pero sabe que no debe dejar de remar o, de lo
contrario, la corriente los hará a todos jirones contra los espinos. “Quizá
podamos salvarlos e ir aproximándonos luego a la orilla, quizá los hierros no
lleguen a herir el costado de la barca y nos salvemos utilizando los remos como
timón. No, piensa en otra cosa, para un hombre el dolor no importa. Hay que
luchar contra la corriente, sigue remando, un empujón más, ya lo tienes, así,
muy bien, vamos, solo uno más. Podría estar aquí Martha, a mi lado, ojala
estuviera aquí. Le gustaría… a mí me gustaría. El riñón comienza a torturarme,
va a darme un calambre y soltaré los remos. No, de eso nada, debes resistir, es
tu deber, vamos, rema, hazlo por tus compañeros, hazlo por ti. Por Martha. Por
la República”.
La barca parece
suspendida contra la fuerza de la corriente, los grotescos hierros parecen
garras que emerjan de las aguas para engancharlos; los reporteros, sin habla,
no salen de su asombro y observan atónitos la admirable actitud de Hemingway,
su iniciativa y su tesón, luchando solo contra la fuerza del río. Y poco a
poco, se acercan a la orilla y salvan el centro de la corriente, los espinos
vuelven a ser oscuras ramas desprovistas de la menor amenaza, y el cauce vuelve
a tornarse suave y manso como una caricia líquida. Hemingway suelta los remos y
se deja caer sobre las tablas del bote. Sus compañeros le palmean la espalda y
le felicitan. Sonríe. Pero no por mucho tiempo, ahora toca caminar hacia donde
suenan las bombas y dar con Lister, que, a punto de perder la batalla y ordenar
la retirada, no esta, precisamente, de buen humor. Pero eso ya es otra
historia… ¡hay tantas!
A Hemingway le
fascinaba todo aquello, por que para él la vida era fascinante: una lucha continua.
Haría frente a Lister, a las bombas, a un ejército en retirada, y a los
fascistas de Franco, Hitler y Mussolini si hacia falta, pero lucharía ¿qué es
la vida sino el luchar siempre y contra todo? …Claro, que siempre es más fácil
dejarse llevar por la corriente y gritar “gol” cuando el Atlético marque al
Madrid, ¿O le marcó el Madrid al Atlético? No lo sé; algunos, ayer, 14 de abril,
estábamos luchando contra la comodidad, la resignación y la policía, por la
“Tercera”.
Nos vemos mañana
1 comentario:
Genial Eloy...
Mucho esfuerzo navegar siempre contra corriente...
Espero que te duren las fuerzas...
Espero que siempre te asistan las ideas...
Y recuerda... el río siempre te arrastra...
Javier
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